La historia del pensamiento humano recuerda las oscilaciones del péndulo, les cuales hace ya siglos que perduran. Después de un largo período de sueño viene el despertar; y entonces se liberta de las cadenas con las que todos los interesados -gobernantes, magistrados clérigos- le habían cuidadosamente amarrado. Las rompe. Somete a severa crítica todo cuanto se le había enseñado; y pone al desnudo la vanidad de los prejuicios religiosos, políticos, legales y sociales en cuyo seno había vegetado. En aras de su espíritu de investigación se lanza por caminos desconocidos, enriquece nuestro saber con descubrimientos imprevistos: crea nuevas ciencias.
Pero el enemigo inveterado del pensamiento -el gobernante, el curial, el religioso- se rehace enseguida de la derrota. Reúne poco a poco sus diseminadas fuerzas modifica su fe y sus códigos, adaptándolos a nuevas necesidades; y, valiéndose de ese servilismo de carácter y de pensamiento que él ha tenido buen cuidado en cultivar, aprovecha la desorganización momentánea de la sociedad, explotando la necesidad de reposo de éstos la sed de riquezas de aquéllos, los desengaños de los otros -sobre todo los desengaños-, comienzan de nuevo y con calma su obra, apoderándose desde luego de la infancia, por la educación.
El espíritu del niño es débil, y fácil, por lo tanto, el someterle por terror: a esto apelan. Le intimidan, y le pintan los tormentos del infierno, le hacen ver los sufrimientos de las almas en pena la venganza de un Dios implacable; más tarde le hablarán de los horrores de la Revolución, explotarán cualquier exceso de los revolucionarios paca hacer del niño «un amigo del orden». El religioso le habituará a la idea de ley; para mejor hacerle obedecer lo que él llama la ley divina: el abogado le hablará también de la ley divina, pata mejor someterle a los textos del código. Y el pensamiento de la generación siguiente tomará ese tinte religioso, ese tinte autoritario y servil a la par -autoridad y servilismo van siempre cogidos de la mano-, ese hábito de sumisión que demasiado se manifiesta entre nuestros contemporáneos.
Durante estos períodos de adormecimiento, raramente se discurre sobre cuestiones de moral. Las prácticas religiosas, la hipocresía judicial, les entretiene. No discuten; se dejan llevar por la costumbre, por la indiferencia. No se apasionan en pro ni en contra de la moral establecida; hacen lo que pueden para acomodar exteriormente sus actos a lo que dicen profesar; y el nivel moral de la sociedad desciende cada vez más. Se llega a la moral de los romanos de la decadencia, del antiguo régimen, del fin del régimen burgués.
Todo lo que había de bueno, de grande, de generoso, de independiente en el hombre, se enmohece poco a poco,
se oxida como un cuchillo sin uso. La mentira se convierte en virtud, el aplanamiento, en deber.
Enriquecerse, gozar del momento, agotar su inteligencia, su ardor, su energía, no importa cómo, llega a ser el desideratum de las clases acomodadas, así como también el de la multitud miserable, cuyo ideal es el de parecer burgués. Entonces depravación de los gobernantes -del juez y de las clases más o menos acomodadas- se hace tan repulsiva, que la otra oscilación del péndulo se descompone.
La juventud se emancipa poco a poco, arroja los prejuicios por la borda, la crítica vuelve. El pensamiento despierta desde luego en algunos; pero insensiblemente el despertar gana la mayoría; dado el impulso, la revolución surge.
Y a cada momento la cuestión de la moral se pone sobre el tapete. ¿Por qué seguiré yo los principios de esta moral hipócrita? -se pregunta el cerebro emancipado del terror religioso-. ¿Por qué determinada moral ha de ser obligatoria?
Uno intenta entonces darse cuenta de ese sentimiento que le asalta a cada paso sin habérselo todavía explicado; y no lo entenderá en tanto lo crea un privilegio de la naturaleza humana, en tanto no descienda hasta los animales, las plantas, las razas, para comprenderle. Sin embargo, procura explicárselo según la ciencia del día.
Y -¿es preciso decirlo?- cuanto más se minan las bases de la moral establecida, o mejor, de la hipocresía que la sostiene, más el nivel moral se eleva en la sociedad. Sobre todo en esta época, precisamente cuando se la critica y se la niega, el sentimiento moral hace más rápidos progresos; crece, se eleva, purifica.
Se ha visto en el siglo XVIII. Desde 1723. Mandeville, el autor anónimo que escandalizó a Inglaterra con su Fábula de las abejas y los comentarios que añadiera, atacó de frente la hipocresía de la sociedad disfrazada con el nombre de moral. Manifestaba cómo las costumbre sedicentes morales no son más que una máscara hipócrita; cómo las pasiones que se las cree dominar con el código de la moral vigente toman, por el contrario, una reacción tanto más perniciosa cuanto mayores son las restricciones de este mismo código. Cual Fourier lo hizo más tarde, pedía libertad para las pasiones sin que por ello degeneren en vicio; y pagando en esto un tributo a la falta de conocimientos zoológicos de su tiempo, es decir, olvidando la moral de los animales, explicaba el origen de las ideas morales de la humanidad, la adulación interesada de los curas y de las clases directoras.
Conócese la crítica vigorosa de las ideas morales hecha después por los filósofos escoceses y los enciclopedistas; conócese a los anarquistas de 1793, y se sabe entre quiénes se encuentra el más alto desarrollo del sentimiento moral; entre los legisladores, los patriotas, los jacobinos, que cantaban el deber y la sanción moral por el Ser supremo, o entre los ateos hebertistas, que negaban, como lo ha hecho recientemente Guyau, el deber impuesto y la sanción moral.
-«¿Por qué seré moral?» He aquí la pregunta que se hacían los racionalistas del siglo XII, los filósofos del siglo XVI, los filósofos y los revolucionarios del siglo XVIII. Más adelante esta pregunta se repitió de nuevo entre los utilitarios ingleses (Bentham y Mill), entre los materialistas alemanes, como Büchner, entre los nihilistas rusos de los años 1860 a 1870, entre el joven fundador de la ética anarquista (La ciencia de la moral de las sociedades)- Guyau, muerto, por desgracia, demasiado pronto, y entre los jóvenes anarquistas franceses, hoy.
En efecto, ¿por qué?
Hace treinta años esta misma cuestión apasionó a la juventud rusa.
-«Yo seré inmoral», acababa de decir un joven nihilista a un su amigo, traduciendo a la ligera los pensamientos que le atormentaban.
-«Será inmoral, ¿por qué no lo seré?»
-¿Por qué la Biblia no lo quiere? Pero la Biblia no es más que una colección de tradiciones babilónicas y judaicas, tradiciones coleccionadas, como lo fueron los cantos de Homero o las leyendas mongolas. ¿Debo, pues, volver al estado de ánimo de los pueblos semibárbaros del Oriente?
»¿Lo seré porque Kant me habla de un imperativo categórico, de una orden misteriosa que sale del fondo de mí mismo y me ordena ser moral? Pero ¿por qué ese «imperativo categórico» ha de tener más derecho sobre mis actos que ese otro imperativo que de vez en cuando me incita a la embriaguez? ¡Palabras, nada más que palabras, como la de Providencia o Destino, inventada para cubrir nuestra ignorancia!
»¿O bien seré moral, para agradar a Bentham, quien me quiere hacer creer que seré más feliz si me ahogo por salvar a un transeúnte caído en el río, que si le miro ahogarse?
»¿O bien quizá, porque tal es mi educación? ¿Porque mi madre me ha enseñado la moral? Pero entonces deberé arrodillarme ante la pintura de un cristo, o de una madona, respetar al rey o al emperador, inclinarme ante el juez que sé es un canalla, únicamente porque mi madre, nuestras madres -muy buenas, pero ignorantes- nos han enseñado un montón de tonterías?
»Prejuicios, como todo lo demás; trabajaré para desembarazarme de ellos. Si me repugna ser inmoral, me esforzaré por serlo como de adolescente me esforzaba para no temer la oscuridad, el cementerio, los fantasmas y los muertos, con los cuales me habían amedrentado. Lo haré para romper un arma explotada por las religiones; lo haré, en fin, para protestar contra la hipocresía que pretenden imponerme en nombre de una palabra a la cual se ha denominado moralidad.»
Tal era el razonamiento que la juventud rusa se hacía en el momento de romper con los prejuicios del viejo mundo y enarbolar la bandera del nihilismo o, mejor, de la filosofía anarquista: «No inclinarse ante ninguna autoridad por respetada que sea; no aceptar ningún principio en tanto no sea establecido por la razón».
¿Será preciso añadir que la juventud nihilista, después de arrojar al cesto la enseñanza moral de sus padres, quemando todos los sistemas que de ella tratan, ha desarrollado en su seno un cúmulo de costumbres morales infinitamente superiores a todo lo que sus padres habían nunca practicado, bajo la tutela del Evangelio, de la conciencia, del imperativo categórico o del interés bien comprendido de los utilitarios?
Pero antes de responder a la pregunta: «¿Por qué seré moral?», veamos primero si la tal cuestión está bien planteada: analicemos las causas de los actos humanos.
Cuando nuestros abuelos quisieron darse cuenta de lo que impulsa al hombre a obrar de un modo mejor que otro lo consiguieron de manera muy sencilla. Pueden verse todavía las imágenes católicas que representan su explicación. Un hombre marcha a través de los campos con decisión, sin asomo de duda lleva un ángel en el hombro derecho y otro en el izquierdo. El diablo le empuja a hacer el mal, el ángel trata de contenerle; y si el ángel ha vencido, el hombre es virtuoso; otros tres ángeles se apoderan de él y lo transportan al cielo. Todo se explica así a maravilla.
Nuestras viejas ayas, bien instruidas sobre este particular, nos dirán que es preciso no meter a un niño en la cama sin desabotonarle el cuello de la camisa. Hay que dejar abierto en la base del cuello un lugar bien caliente donde el ángel guardián pueda cobijarse. Sin esta precaución el diablo atormentaría al niño hasta en el sueño.
Estas sencillas ideas van desapareciendo; pero si las anacrónicas palabras se borran, la esencia es siempre la misma. Las gentes instruidas no creen ya en el diablo pero sus ideas no son más racionales que las de nuestras ayas; disfrazan a aquél bajo una palabrería escolástica honrada con el nombre de la filosofía. En lugar del diablo dirán ahora la carne, las pasiones; el ángel será reemplazado con las palabras conciencia o alma -reflejo del pensamiento de un Dios creador-, o del gran arquitecto, como dicen los francmasones Pero los actos del hombre son siempre considerados como resultantes de la lucha librada entre dos elementos hostiles; y el hombre es tenido por tanto más virtuoso cuanto que uno de estos dos elementos -el alma o la conciencia- haya conseguido mayor victoria sobre el otro -la carne o las pasiones.
Fácilmente se comprende la admiración de nuestros abuelos cuando los filósofos ingleses, y más tarde los enciclopedistas, vinieron a afirmar, en contra de sus primitivas concepciones, que el diablo o el ángel no tienen nada que ver en los actos humanos, sino que todos ellos, buenos o malos, útiles o nocivos, derivan de un solo impulso: la consecución del placer.
Toda la turbamulta religiosa y sobre todo, la numerosa tribu de los fariseos, clamaron contra la inmoralidad. Se llenó de invectivas a los pensadores, se les excomulgó. Y cuando, en el transcurso de nuestro siglo, las mismas ideas fueron expresadas por Bentham, John Stuart Mill, Tchernykeaky y tantos otros, y que estos pensadores vinieron a afirmar y a probar que el egoísmo o la consecución del placer es el verdadero impulso de todos nuestros actos, las maldiciones se redoblaron: hízose contra sus libros la conspiración del silencio, tratando de ignorantes a sus autores.
Y, sin embargo, ¿qué más verdadero que esa afirmación?
Ved un hombre que arrebata el último bocado de pan al niño. Todos están acordes en decir que es un tremendo egoísta, que está exclusivamente guiado por el amor a sí mismo.
Pero mirad otro hombre considerado como virtuoso: parte su último bocado de pan con el que tiene hambre, se despoja de s ropa para darla al que tiene frío; y los moralistas, hablando siempre la jerga religiosa, se apresuran a decir que ese hombre lleva el amor del prójimo hasta la abnegación, que obedece a una pasión opuesta en todo a la del egoísta.
Mas, si reflexionamos un poco, presto descubriremos que, por diferentes que sean las dos acciones en sus resultados para la humanidad, el móvil ha sido siempre el mismo: la consecución del placer.
Si el hombre que da la única camisa que posee no encontrara ello un placer no la daría. Si lo hallara en quitar el pan al niño, quitaríalo. Pero esto le repugna; y encontrando mayor satisfacción en dar su pan, lo da.
Si no hubiera inconveniente en crear la confusión, empleando palabras que tienen una significación establecida, para darles nuevo sentido, diríamos que uno y otro obran a impulsos de su egoísmo. Algunos lo han dicho abiertamente a fin de hacer resaltar mejor el pensamiento, precisar la idea, presentándole bajo una forma que hiera la imaginación, destruyendo a la vez la leyenda de que dos actos tienen dos impulsos diferentes. Tienen el mismo fin: buscar el placer o esquivar el dolor, que viene a ser lo mismo.
Tomad al más depravado de los malvados, Thiers, que asesina a más de treinta y cinco mil parisienses; al criminal que degüella a toda una familia para enfangarse en el vicio. Lo hacen porque en aquel momento el deseo de gloria, o el ansia del dinero, ahogan en ellos todos los demás sentimientos: la piedad, la compasión misma, se hallan extinguidas en aquel instante por ese otro deseo, esa otra ansiedad. Obran casi automáticamente para satisfacer una necesidad de su naturaleza.
O bien, dejando a un lado las grandes pasiones, tomad el hombre ruin que engaña a los amigos, que miente a cada paso, ya por sustraer a alguno el importe de un bock, ya por vanagloria, ora por astucia; al burgués que roba céntimo a céntimo a los obreros para comprar un aderezo a su mujer o a su querida, a cualquier picaruelo; aun ese mismo no hace más que obedecer a sus inclinaciones: busca la satisfacción de una necesidad, trata de evitar lo que para él sería una molestia.
Casi nos avergonzamos de tener que comparar ese granujilla con cualquiera de los que sacrifican su existencia por la liberación de los oprimidos y sube al cadalso, como un nihilista ruso.
Tal diferencia hay en los resultados de esas dos existencias para la humanidad, que nos sentimos atraídos por la una y rechazados por la otra.
Y, no obstante, si hablarais a ese mártir, a la mujer que va a ser ahorcada, en el momento mismo en que sube al cadalso, os diría que no trocara su vida de bestia acosada por los perros del Zar, ni. su trágica muerte, por la vida del pícaro que vive de los céntimos robados a los trabajadores.
En su existencia, en la lucha contra los monstruos poderosos, encuentra sus mayores goces. Todo lo demás, a excepción de esta lucha, los pequeños goces del burgués y sus pequeñas miserias, ¡le parecen tan mezquinas, tan fastidiosas, tan tristes! -¡Vosotros no vivís, vegetáis -os respondería ella-; pero yo he vivido!
Hablamos evidentemente de los actos razonados, conscientes del hombre, reservándonos hablar más adelante de esa inmensa serie de actos inconscientes casi maquinales, que llenan la mayor parte de nuestra vida. Ahora bien, en sus actos razonados o conscientes el hombre busca aquello que le agrada.
Tal se embriaga y embrutece porque busca en el vino la citación nerviosa que no encuentra en su organismo; tal otro no se emborracha porque halla una gran satisfacción dejando el vino y gozando en conservar la frescura de su inteligencia y la plenitud de sus fuerzas, a fin de poder saborear otros placeres que prefiere a los del vino. Pero ¿qué hacer sino obrar como el gourmet que después de haber leído el menú de una comida renuncia a un plato de su gusto para hartarse, sin embargo, de otro más preferido?
Cualesquiera que sean sus actos, el hombre busca siempre un placer o evita un dolor.
Cuando una mujer se priva del último bocado de pan dárselo al primero que llega, cuando se quita el último harapo para cubrir a otra que tiene frío, y ella misma tirita sobre el puente del navío, lo hace porque sufriría infinitamente más de ver a un hombre hambriento o una mujer con frío que tiritar ella misma o sufrir el hambre. Evita una pena cuya intensidad sólo conocen los que la han sufrido.
Cuando aquel australiano citado por Guyau se desesperaba con la idea de no haber vengado aún la muerte de su pariente; cuando se hallaba roído por la conciencia de su cobardía, no recobrando la salud hasta después de haber realizado su venganza, hizo un acto tal vez heroico para desembarazarse del sufrimiento que le asediaba, para reconquistar la paz interior, que es el supremo placer.
Cuando una banda de monos ha visto caer a uno de los suyos herido por la bata del cazador, sitian su tienda para reclamar el cadáver a pesar de las amenazas de ser fusilados; cuando, por fin el jefe de la banda entra con decisión, amenazando primero al cazador, suplicando después y obligándole, por fin con sus lamentos a devolverle el cadáver, que la banda lleva gimiendo al bosque los monos obedecen al sentimiento de condolencia, más fuerte en ellos que todas las consideraciones de seguridad personal. Este sentimiento ahoga todos los otros. La vida pierde para ellos sus atractivos; en tanto no se aseguren de la imposibilidad de volver de nuevo a su camarada la existencia Tal sentimiento llega a ser tan opresivo, que los pobres animales lo arriesgan todo por desembarazarse de él.
Cuando las hormigas se arrojan por millares en las llamas de un hormiguero, que esta bestia feroz, el hombre, ha incendiado y perecen por centenares por salvar sus larvas, obedecen también a una necesidad, la de conservar su prole. Lo arriesgan todo por tener el placer de llevarse sus larvas, que han cuidado con más cariño que muchos burgueses cuidan de sus hijos.
En fin, cuando un infusorio esquiva un rayo demasiado fuerte del sol y va a buscar otro menos ardiente, o cuando una planta vuelve sus flores al sol o cierra sus hojas al acercarse la noche, ambos obedecen también a la necesidad de evitar un dolor o de buscar el placer igual que la hormiga, el mono, el australiano, el mártir cristiano o el mártir anarquista.
Buscar el placer, evitar el dolor, es el hecho general (otros dirían la ley) del mundo orgánico: es la esencia de la vida.
Sin este afán por lo agradable, la existencia sería imposible. Se disgregaría el organismo, la vida cesaría.
Así, pues, cualquiera que sea la acción del hombre, cualquiera que sea su línea de conducta, obra siempre obedeciendo a una necesidad de su naturaleza.
El acto más repugnante, como el más indiferente, o el más atractivo, son todos igualmente dictados por una necesidad del individuo. Obrando de una u de otra manera el individuo lo hace porque en ello encuentra un placer, porque se evita de este modo o cree evitarse una molestia.
He aquí un hecho perfectamente determinado, la esencia de lo que se ha llamado la teoría del egoísmo.
Ahora bien, ¿hemos adelantado algo más, después de haber llegado a esta conclusión general?
-Sí, ciertamente. Hemos conquistado una verdad y destruido un prejuicio, que es la raíz de todos los prejuicios. Toda le filosofía materialista en su relación con el hombre se halla en esta conclusión. . ¿Pero se sigue de esto que todos los actos del individuo son indiferentes, como así han querido sostenerlo?
Veámoslo.
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