La Moral Anarquista

III

Hemos visto que las acciones del hombre, razonadas o conscientes -más adelante hablaremos de los hábitos inconscientes-, tienen todas el mismo origen. Los llamados virtuosos y los que se denominan viciosos, las grandes adhesiones como las pequeñas socaliñas, los actos elevados como los repulsivos, derivan de la misma fuente. Hechos son todos que responden a naturales necesidades del individuo. Tienen por objeto buscar el placer, el deseo de huir del dolor.

Lo hemos manifestado en el capítulo precedente, que no es sino un resumen muy sucinto de multitud de hechos que podrían ser citados en su apoyo.

Compréndese que esta explicación repugne a quienes están todavía imbuidos por los principios religiosos, porque no deja espacio para lo sobrenatural y desecha la idea de la inmortalidad del alma. Si el hombre no obra más que obedeciendo a una necesidad natural, si no es, por así decirlo, más que un «autómata inconsciente», ¿qué será el alma inmortal, qué será la inmortalidad, último refugio de los que han conocido poco el placer y demasiado el dolor, y que sueñan con hallar la compensación en el otro mundo?

Se comprende que, fuertes en los prejuicios, poco confiados en la ciencia que les ha engañado a menudo, guiados por el sentimiento más que por la razón, rechacen una verdad que les quita su única esperanza.

Pero ¿qué decir de esos revolucionarios que desde el siglo XVIII hasta nuestros días, siempre que oyen por primera vez la primera explicación natural de los actos humanos (la teoría del egoísmo si se quiere) se apresuran a sacar la misma conclusión que la juventud nihilista de quienes hablamos al principio, los cuales tienen prisa por gritar: «¡Abajo la moral! »?

¿Qué decir de los que, persuadidos de que el hombre no abra sino para responder a necesidades orgánicas, se apresuran a afirmar que todos los actos son indiferentes; que no hay bien ni mal; que salvar a un hombre que se ahoga, o ahogarle pata apoderarse de su reloj, son dos casos equivalentes; que el mártir muriendo sobre el cadalso por haber trabajado en emancipar a la humanidad, y el pícaro robando a sus compañeros se equivalen, puesto que los dos intentan procurarse un placer?

Si añadieran siquiera que no debe haber olor bueno ni malo, perfume en la rosa, hedor en la asefétida porque uno y otro no son más que vibraciones de las moléculas; que no hay gusto bueno ni malo, porque la amargura de la quinina y la dulzura de la guayaba no son tampoco sino vibraciones moleculares; que no hay hermosura ni fealdad físicas, inteligencia ni imbecilidad, porque belleza y fealdad, inteligencia o imbecilidad no son tampoco más que resultados de vibraciones químicas y físicas que se operan en las células del organismo, si agregaran eso podría aún decirse que chochean, pero que tienen por lo menos la lógica del necio.

Mas como no lo dicen, ¿qué consecuencia podemos sacar de ello?

Nuestra respuesta es sencilla. Mandeville, en 1723, en la Fábula de las abejas; el nihilista ruso de los años 1860-70; tal cual anarquista parisiense de nuestros días, razonan así porque, sin creerlo, se hallan aún imbuidos por los prejuicios de su educación cristiana. Por ateos, por materialistas o por anarquistas que se digan, razonan exactamente como razonaban los padres de la Iglesia o los fundadores del budismo.

Los ancianos nos dicen en efecto: «El acto será bueno si representa una victoria del alma sobre la carne; será malo si es la carne quien ha dominado al alma; será indiferente si no ha habido vencedor ni vencido: no hay otra regla para juzgar de la bondad del hecho

Los padres de la Iglesia decían: «Ved las bestias, no tienen alma inmortal, sus actos están simplemente condicionados para responder a una de las necesidades de la naturaleza: he ah: por qué no puede haber entre los animales actos buenos y malos, todos son indiferentes; por lo tanto, no habrá para los animales ni paraíso ni infierno, ni recompensa ni castigo». Y nuestros jóvenes amigos toman el dicho de San Agustín y de San Shakyamuni y dicen: «El hombre no es más que una bestia; sus actos están sencillamente condicionados para responder a una necesidad de su organismo; por lo tanto, no puede haber para el hombre actos buenos ni malos; todos son indiferentes. »

¡Siempre la maldita idea de pena y de castigo sale al paso de la razón; siempre esa absurda herencia de la enseñanza religiosa, profiriendo que el acto es bueno si viene de una inspiración sobrenatural, e indiferente si el tal origen le falta; y siempre, aun entre los mismos que más se ríen de ello, la idea del ángel sobre el hombro derecho y del diablo sobre el izquierdo! «Suprimid el diablo y el ángel, y no sabré deciros ya si tal acto es bueno o es malo, pues no conozco otra razón para juzgarle.»

Mientras exista el cura, existirán el demonio y el ángel, todo el barniz materialista no bastará para ocultarlo.

Y, lo que es peor aún, mientras exista el juez, existirán sus penas de azotes a unos, y sus recompensas cívicas a otros, y los mismos principios de la anarquía no bastarán para desarraigar la idea de castigo y recompensa.

Pues bien; nosotros, que no queremos juez, decimos simplemente: «¿El asefétida hiede, la serpiente me muerde, el embustero me engaña? La planta, el reptil y el hombre, los tres, obedecen a una razón natural. Sea.

«Ahora bien; yo obedezco también a una necesidad propia, odiando la planta que hiede, el animal que mata con su veneno, y el hombre, que es aún más venenoso que la serpiente. Y obrare en consecuencia sin dirigirme por eso ni al diablo, que además no conozco, ni al juez, que detesto más aún que a la serpiente. Yo, y todos los que comparten mis simpatías, obedecemos también a una condición de nuestro propio temperamento. Veremos cuál de los dos tienen en ello la razón y, por ende, la fuerza.»

Esto es lo que vamos a estudiar; y, por lo mismo, observaremos que si los san Agustín no tenían otra base para distinguir entre el bien y el mal, los animales tienen otra mucho más eficaz. El mundo animal en general, desde el insecto hasta el hombre, sabe perfectamente lo que es bueno y lo que es malo sin consultar para ello la Biblia ni la filosofía. Y si esto es así, la causa está también en las necesidades de su organismo, en la conservación de la raza, y, por lo tanto, en la mayor suma posible de felicidad para cada individuo.

IV

Para distinguir el bien del mal, los teólogos mosaicos, budistas, cristianos y musulmanes recurrían a la inspiración divina. Veían que el hombre, salvaje o civilizado, iletrado o docto, perverso o bueno y honrado, sabe siempre si obra bien o si obra mal, sobre todo, esto último; peto no encontrando explicación a este hecho general, han visto en ello la inspiración celeste. Los filósofos metafísicos nos han hablado a su vez de conciencia, de imperativo místico, lo que, por otra parte, no era más que un cambio. de palabras.

Mas ni los unos ni los otros han sabido demostrar el hecho tan sencillo y tan palpable de que los animales que viven en sociedad saben distinguir entre el bien y el mal igual que el hombre. Y, lo que es más, que sus concepciones sobre este particular son en absoluto del mismo género que las del hombre. Entre los tipos mejor desarrollados de cada clase separada -pescados, insectos aves memíferos- son hasta idénticos.

Los pensadores del siglo XVIII lo hablan notado claramente pero se les ha olvidado después, siendo a nosotros a quien toca ahora hacer comprender toda su importancia.

Forel, ese observador inimitable de las hormigas ha demostrado, con una multitud de observaciones y de hechos que cuan do una hormiga se ha hartado de miel encuentra a otras hormigas con el vientre vacío, éstas le piden inmediatamente de comer, y entre estos pequeños insectos es un deber para la hormiga satisfecha devolver la miel, a fin de que las hormigas hambrientas puedan satisfacerse e su vez. Preguntad a las hormigas si harían bien rehusando el alimento a sus compañeras habiendo satisfecho su hambre, y os responderán con sus propios actos, fáciles de comprender, que se portarían muy mal si tal hicieran. Hormiga tan egoísta sería tratada con más dureza que los enemigos de otra especie. Si esto ocurriera durante un combate entre dos especies distintas, abandonarían le luche para encarnizarse con la egoísta. Esto demostrado se halla por experiencias que no dejan el menor asomo de duda.

O, mejor, preguntad a los pájaros que anidan en vuestro jardín si está bien no advertir a toda le banda que habéis arrojado algunas miguitas de pan en él, con el fin de que todos pueden participar de la comida; preguntadles si tal friquet (variedad de gorrión) ha obrado bien robando del nido de su vecino los tallos de paja que éste había recogido, y que el ladronzuelo no quiere tomarse el trabajo de realizar por sí mismo. Y los gorriones os responderán que eso está muy mal hecho, arrojándose todos sobre el ladrón y persiguiéndole a picotazos.

Preguntad también a las marmotas si está bien cerrar la entrada de su almacén subterráneo a las demás compañeras de colonia, y os responderán que no, haciendo toda clase de aspavientos a la avariciosa.

Preguntad, en fin, al hombre primitivo, al Tchouktche, por ejemplo, si está bien tomar comida de la tienda de uno de los miembros de la tribu en su ausencia, y os responderá que, si el hombre podía procurarse el alimento por sí mismo, eso hubiera sido muy mal hecho, pero que si estaba fatigado o necesitado, debía tomar el alimento allá donde quiera que lo encontrara. Mas en este caso habría hecho bien en dejar su gorra o su cuchillo, o siquiera un cabo de cuerda con un nudo, a fin de que el cazador ausente pudiera saber al entrar que ha tenido la visita de un amigo y no la de un merodeador. Esta precaución le hubiera evitado los cuidados que le proporcionara la posible presencia de un merodeador en los alrededores de su tienda.

Millares de hecho semejantes podrían citarse, libros enteros podrían escribirse para mostrar cuán idénticas son las concepciones del bien y del mal, en el hombre y en los animales.

La hormiga el pájaro, la marmota y el Tchouktche salvaje no han leído a Kant ni a los santos padres ni aun a Moisés; y, sin embargo, todos tienen la misma idea del bien y del mal. Si reflexionáis un momento acerca de lo que hay en el fondo de esa idea, vetéis al instante que lo que se reputa bueno entre las hormigas, las marmotas y los moralistas cristianos o ateos es lo que se considera útil para la conservación de la especie, y lo que se reputa malo es lo que se considera perjudicial; no para el individuo, como decían Bentham y Mill, sino hermoso y bueno para la especie entera.

La idea del bien y del mal no tiene así nada que ver con la religión o la misteriosa conciencia; es una necesidad de las especies animales. Y cuando los fundadores de religiones los os y los moralistas nos hablan de entidades divinas y, metafísicas, no hacen más que recordarnos lo que las hormigas, los pájaros, practican en sus pequeñas colectividades:

¿Es útil a la colonia? Luego es bueno.

¿Es nocivo? Entonces es malo.

Esta idea puede hallarse muy restringida entre los animales inferiores o muy desarrollada entre los más avanzados; pero su esencia es siempre la misma.

Para las hormigas no sale del hormiguero. Todas las costumbres sociales, todas las reglas de bienestar, no son aplicables más que a los individuos del mismo hormiguero. Es preciso devolver el alimento a los miembros de la colonia, nunca a los otros. Una a colectividad se confundirá con la otra, a menos que circunstancias excepcionales, tal como la destreza común a las dos, lo exijan. Del mismo modo, los gorriones del Luxemburgo, tolerándose de manera admirable, harán una guerra encarnizada a cualquier otro gorrión del square Monge que se atreviera a internarse en el Luxemburgo. El Tchouktche considerará al Tchouktche de otra tribu como un personaje sin derecho a que le sean aplicados los usos de la tribu. Les está permitido vender (vender es más o menos robar al comprador: entre los dos hay siempre engaño), mientras sería un crimen vender a los de su propia tribu: a éstos no se vende; se les da, sin tenerlo en cuenta jamás. Y el hombre civilizado, comprendiendo, en fin las íntimas relaciones aunque imperceptibles al primer golpe de vista, entre sí y el último de los papuas, extenderá sus principios de solidaridad a toda la especie humana y hasta a los animales. La idea se ensancha peto el fondo es siempre el mismo.

El hombre primitivo podría encontrar muy bueno, es decir, muy útil a la raza, comerse a sus padres ancianos cuando llegan a ser una carga (muy pesada en el fondo) para la comunidad. Podría también encontrar bueno -es decir, para la comunidad- matar a los niños recién nacidos y no guardar más que dos o tres de ellos por familia, a fin de que la madre pudiera amamantarlos hasta la edad de tres años y prodigarles su ternura.

Hoy las ideas han cambiado; pero los medios de subsistencia no son ya lo que eran en la edad de piedra. El hombre civilizado no está en la situación de la familia salvaje, le cual había de elegir entre dos males: o bien comerse a los ancianos o bien alimentarse todos insuficientemente y pronto encontrarse reducidos a no poder alimentar a los viejos ni a los pequeñuelos. Es preciso transportarse a esas dos edades, que apenas podemos evocar en nuestra imaginación para comprender, que en aquellas circunstancias el hombre semisalvaje pudiera razonar con bastante acierto.

Los razonamientos pueden cambiar. La apreciación de lo que es útil o nocivo a la especie cambia pero el fondo es inmutable. Y si se quisiera resumir toda esta filosofía del reino animal en una sola frase se vería que hormigas pájaros marmotas y hombres están de acuerdo en un punto determinado.

Los cristianos decían: No hagas a otro lo que contigo no quisieras sea hecho. Y añadían: Si no, serás arrojado al infierno.

La moralidad que se desprende de la observación de todo el conjunto del reino animal, superior en mucho a la precedente, puede resumirse así: Haz a los otros lo que quieras que ellos te hagan en igualdad de circunstancias.

Y añade:

«Nota bien que esto no es más que un consejo; pero ese consejo es el fruto de una larga experiencia de la vida de los animales asociados y entre la inmensa multitud de los que viven en sociedad, comprendiendo al hombre obrar según ese principio ha pasado al estado de hábito. Sin ello, además, ninguna sociedad podría vencer los obstáculos naturales contra los cuales tiene que luchar.

¿Este principio tan sencillo es el que se desprende de la observación de los animales que viven en colectividad y de las sociedades humanas? ¿Es aplicable? ¿Y cómo pasa ese concepto al estado de costumbre, en constante desarrollo? Esto es lo que vamos a examinar ahora.



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