A una malabaresa

Son finos cual tus manos tus pies, y tu cadera
Produciría envidia a la blanca más bella;
Tu cuerpo es suave y cálido para el artista absorto,
Más negros que tu piel son tus ojos de raso.
En los países cálidos donde Dios te creó,
Tu tarea es encender la pipa de tu dueño,
Reponer en los búcaros agua fresca y fragante,
Espantar de su lecho los voraces mosquitos,
Y, cuando la alborada hace cantar los plátanos,
Comprar en los bazares ricas piñas del trópico.
Todo el día, donde vayas, llevas los pies desnudos,
Y cuando cae la tarde con su manto escarlata,
Reclinas suavemente tu cuerpo en una estera
Donde tus vagos sueños se van poblando de aves
Que, siempre, como tú, son floridas y gráciles.
¿Por qué, dichosa niña, quieres ver nuestra Francia
Mi país superpoblado que asola el sufrimiento,
Y confiando la vida a brazos marineros,
Dar a tus tamarindos los postreros adioses?
Tú, que apenas te cubres de claras muselinas,
Allá lejos, temblando bajo el hielo y la nieve,
Oh, como llorarías tus simples, dulces ocios,
Cuando el brutal corsé oprimiera tus flancos
Y hubieras de buscar tu cena en nuestros lodos
Y vender el perfume de tu exótico encanto,
Siguiendo, la mirada perdida entre la niebla,
De ausentes cocoteros los borrosos fantasmas.


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